10 ago 2018

Lamiendo las heridas

Fue probablemente el primero en creer en mi voz y en mis letras.
Un poco de nobleza se abría paso con dificultad en su retorcida mente sin empatía, y junto con su inteligencia le permitían distinguir lo correcto de lo incorrecto, aunque eso no siempre le servía. Por eso traicionó tanto al enamorarse de mí.

Yo estaba tan deprimida que lo elegí a él. Buscaba desesperada algo a lo que asirme, pude haber elegido la música, incluso lo intenté pero en la música estaba él y fue su voluntad pedirme que cantara. Fue la primera persona en pedirme que lo hiciera. Canté con timidez y sin habilidad, pero lo hice como si fuera la última vez en mi vida y aunque nunca he sido buena en eso que tanto he soñado hacer, él fue el único en reconocerme (aunque quizá con otras intenciones) como cantante. Era también la primera vez y quizá la única hasta ahora que sentí la maravillosa satisfacción y orgullo de interpretar una canción original terminada, aunque no fuera de mi autoría. 
También se nos moría el tiempo conversando, entre pláticas que eran interminables sin importar el tema y, aunque llegábamos a diferir y me sentía desafiada intelectualmente, siempre a mi vez me sentí comprendida por él. Excepto al final.
Era tímido y decidioso para la mayoría de las cosas. Pasé esos años tratando de descifrar cuál era el detonante de sus pocas acciones impulsivas y actualmente sólo puedo decir que él actúa ante la seguridad de no tener nada que perder.

Los encuentros fueron fugaces e intermitentes. En parte porque se dieron en la clandestinidad , y en parte porque nuestra relación fue siempre inestable, probablemente también esto se debiera a su naturaleza imposible. Le costó mucho tiempo arriesgarse por mantenerla, yo en cambio y como siempre he hecho, le entregué toda mi lealtad y lo que tuviera de disposición. Repasándolo ahora sé que le puse en una zona de confort. Pero ¿por qué lo hacia? ¿Qué me ofrecía él a cambio? Bueno, era un chico de una dulzura franca y muy apasionado que con toda su emoción llenaba perfectamente y con mucha ternura el vacío afectivo que me acompaña. Puedo decir con pocas posibilidades de cambiar de parecer que tuve momentos con él de mucho romanticismo, de esos que se ven o se leen en historias de ficción, y durante los cuales no paraba de preguntarme cómo era posible que fuera real algo tan bonito y que me estuviera pasando a mí. Al mismo tiempo eso me hacía sentir terrible al saber lo extremadamente difícil que resultaba estar juntos. De algún modo siempre supe que no sería posible, pero mi espíritu idealista no me permitía resignarme, menos aún después de probar lo dulce que podía llegar a ser estar con él. Fue esa pasión suya lo que me hizo afirmar que se trataba de mi más grande amor. Él me tuvo una adoración que oscilaba de la admiración a la ansiedad, aprendí de él eso que siempre quise hacer: amar a alguien con todos los sentidos, disfrutar minuciosamente de los momentos con una persona, detener el tiempo para observar cada detalle de sus gestos, aprenderte de memoria su aroma y proporciones, mirarle muy de cerca y muy de lejos y aprenderte también sus reacciones, tono de voz, cambios de humor. A cuidar de alguien. Todo eso lo aprendí por imitación; yo fui su espejo y él a su vez era el mío. En otro tiempo, lugar o vida habría sido perfecto. Me he aguantado las ganas, por cierto, de hablar de esto con alguien. He conocido poquísima gente dispuesta a escuchar, y de entre ellos sólo la mitad a hacerlo sin juzgar, y no quería ser juzgada, no quería que me dieran consejos o me dijeran lo que yo ya sabía y no quería admitir (que eso no tenía futuro), no quería que me miraran feo, más aún si rompía en lágrimas de conmoción o de tristeza o de culpa. No he tenido a quién contárselo, por eso es que decidí escribirlo aquí...