12 dic 2018

Gigantic

Hace seis años me mudé lejos de la ciudad y pensé que jamás volvería a frecuentar el Centro Histórico, pero por cosas del destino regresé. 
Y entonces un día llegaron al México desigual, violento, herido, corrupto, pero capital, los conciertos de rock gratuitos. Conciertos de rock con estrellas reales como Paul Mc Cartney y Roger Waters.
El más reciente fue organizado por una institución de gobierno que derrochó en una preciosa producción para traer a tocar a los Pixies.
Obviamente no me quise perder de lo que no pensé que sería uno de los shows más especiales en mi vida.

Llegué al Zócalo acompañada y a tiempo. Tocaba una conocida banda mexicana, y en cuanto terminó nos sumergimos suavemente entre un público nuevo para mi. Algunos conversaban con sus acompañantes, muchos sonreían. Todos estaban entusiasmados por ver entrar a los Pixies, era una emoción respirable, del mismo modo que se percibía un ambiente general de amigable desenfado. Nos adentramos a la masa desde un costado relativamente cercano al escenario y fue así que noté que el público era increíble, al menos en esta zona. No supe en qué momento vi a la banda salir, sólo de pronto ese mar humano comenzó a moverse impaciente, quizá vieron algo que yo no logré ver pues había mucha gente más alta que yo. De pronto sonaron las primeras notas de Gouge away y muchos nos pusimos a cantar al unísono. Entonces miré (escuché) a Paz Lenchantin y pensé en Kim con algo de frustración, mas ese sentimiento se disipó con el paso de las canciones. Ella lo hizo maravilloso. Canción tras canción pasó como un sueño efímero; muy rápido y placentero. Recuerdo haber estado bailando justo al lado de una pareja que también bailaba, recuerdo que entre el barullo les derramé por accidente parte de mi cerveza encima, y ellos lejos de enfadarse me miraron sonriendo. Recuerdo que mi acompañante y yo tuvimos que salir del mar de gente a mitad del show y a la mitad de uno de mis temas favoritos para no orinarnos encima; y que andando contra corriente miraba a cada persona al rostro disfrutando del show con la misma expresión de placer y amistad que me ofreció la pareja que salpiqué antes. Todo parecía una película o un vídeo musical, con el soundtrack al fondo para ambientar imágenes increíbles.
Entre esos rostros desenfadados había uno eufórico que (quizá bajo la influencia de alguna droga o quizá no) al vernos pasar nos tomaba a cada uno por los hombros o la cabeza y nos cantaba muy fuerte. Pensé entonces que este hombre probablemente definía en su pequeña acción la grandiosa simplicidad que se vivía en ese momento. ¡Pero qué genial fue! Atravesando esa gentil horda, pocas veces me sentí tan bien al contacto tan cercano con humanos extraños. Y al salir de ésta comienza el solo de Vamos! Mientras íbamos de prisa hacia los baños portátiles yo le decía a mi acompañante "No mames ¿ya oíste? ¡se escucha bien chido!" Y él me daba la razón sonriendo pero yo no podía parar de admirarme diciendo cosas así: "¡Wow, es que suena increíble, ...!!". Recuerdo que cuando pudimos volver no recuperamos el buen lugar que teníamos antes, pero eso no restó ninguna emoción al momento. Nos quedamos cantando uno junto al otro en un medio abrazo y yo miraba con pena a una chica muy drogada que apenas podía mantenerse en pie intentando bailar. Nunca me encantaron las drogas aunque alguna probé y mi pena era que ella simplemente no pudiera disfrutar de la belleza que aquí describo. Entonces, recuerdo, decidimos volver a intentar adentrarnos a la masa de gente y aunque no llegamos tan cerca del escenario como antes, logramos dar con un pequeño pogo de muchos que había repartidos por toda la plancha del Zócalo. El pogo o slam es para mí, por cierto, otra manifestación del tipo de contacto humano que más disfruto con extraños aún siendo asocial.

Tampoco supe en qué momento terminó. Me pareció mucho más rápido de lo que en realidad fue, y al escuchar que se despedían supe que seguía Where is my mind. Un hombre alto delante de mí abrió la cámara de su celular y comenzó a grabar el emotivo cierre con una enorme sonrisa. Él grabó a la banda en el escenario, pero más grabo a la banda hecha multitud; él sentía y entendía esto que describo hasta el cansancio, que la belleza esta vez (como pocas) no sólo estaba en el escenario sino en todos los presentes, en ese ambiente tan cómodo y nostálgico de los 90's porque eso éramos; 90's kids y 90's teenagers reviviendo lo más valioso de nuestras historias.
No sólo era Gigante la progresión armónica de la canción que lleva este nombre; fue Gigante el instante de 1 hora 45 minutos aprox. escuchando a una banda que posee un poder transmisor capaz de hechizar a una multitud de miles de personas bajo la influencia más pura y esencial de su concepto. Y eso es hablar de una magia Gigante.

Foto de Sin Embargo, por AP/Claudio Cruz